
Por eso, algunos días antes, decidió regresar a su casa en el campo. Juró que no se iría antes de haber recobrado su habilidad. Para él, la literatura se había poco a poco convertido en una compañera tiránica, que odiaba e idolatraba al mismo tiempo, pero que tenía que satisfacer. Encerrado en el sótano de la casa, sin aberturas ni ventanas para protegerse de las irritantes intrusiones del ruido y del sol, podría hacerlo. Tranquilo y aislado.
Los primeros días fueron muy extraños. Como cada persona que fomenta y empieza un nuevo proyecto, se sentía alegre y lleno de entusiasmo. Sabía que todo volvería a la normalidad. Crearía una obra sublime, y se iría de esta casa. Volvería a vivir su vida, reír con sus amigos y disfrutar de los placeres de la vida. Sólo después de haber engendrado una obra magistral.
Colillas. Páginas desnudas. Después de una semana, la inspiración todavía le faltaba, así como el fervor con que se ponía a escribir, antes. Se dio cuenta de que todavía no estaba en un entorno propicio a la escritura. Despidió a la persona que hacia la limpieza e iba de compras. No le molestaba el polvo y tenía bastante alimento y cigarrillos para sobrevivir algunos días. También desconectó la línea telefónica y apagó su móvil. Necesitaba más tranquilidad, más aislación.
Colillas. Mucho más palabras. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado en el sótano, ensimismado en sus reflexiones y su trabajo. Dos semanas, quizás más… Ya no importaba, porque lo había recobrado. La inspiración… La exaltación al escribir. Era mucho más fácil ahora, mucho más fluid. La pluma corría en el papel. A veces, lo acariciaba suavemente; otras veces, su punta acerada lo arañaba con violencia. Pero la obra tomaba forma. Poco a poco, crecía y se desarrollaba.
Capa de ceniza. Ríos de tinta. El torrente, rebalsado demasiado tiempo, corría ahora y nada podía interrumpirlo. Había escrito frenéticamente durante días, casi sin interrupción. Se sentía mucho más mejor ahora. Tranquilizado y aislado.
Golpes violentos. Una puerta metálica derribada bruscamente. Y de repente, detrás de ella, una escena muy extraña. Un montón de cigarrillos. Papeles arrugados, con palabras garabateadas deprisa y corriendo por una mano febril.
El hombre, famélico e hirsuto, ya no respiraba. Sin embargo se podía ver un esbozo de sonrisa en su cara apacible. Debajo de su mano, los paramédicos encontraron las páginas de la novela que acababa de escribir.
Según la crítica que pareció algunos meses más tarde, la novela póstuma del famoso escritor fue su mejor obra. En esta casa alejada del mundo, había creado un monumento de la literatura contemporánea. Una obra profunda y apasionante. Llena de vida.

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